Escritos sobre música





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La música en la era de la informática

~ domingo, enero 28, 2007 ~


En mi vida habitual soy circunspecto, aburrido, desapasionado, hasta soso. Madrugo para ir a trabajar, hablo poco, soy muy discreto en la cola de supermercado y pago mis impuestos con cívica religiosidad de ateo que cree en la necesidad del estado. Pero hoy voy a escribir como si estuviese borracho. Aunque lleve muchos años sin beber. Mañana volveré a ser el que soy siempre, pero hoy necesito esta licencia.



Vengo de ver el mejor concierto de mi vida.

Me he pensado mucho cómo empezar. Buscando como siempre la verdad, me he preguntado si es cierta la frase de arriba. He visto muchos conciertos, de AC/DC a Iron Maiden, de Ray Charles a Maceo Parker, de Barón Rojo a Burning, de Irakere a Omara Portuondo, de Quique González a Kevin Johansen... Pero ahora, al menos en este momento la frase es totalmente cierta: vengo de ver el mejor concierto de mi vida.

Todo empezó a la luz de un faro. Como en el disco. Sí, ese disco que a Vega no le convenció, que yo me bajé y fui escuchando de fondo —como no se debe escuchar la música— mientras programaba, hasta que de repente me llegaba un destello de una frase, o se destacaba una canción y tenía que volver a ponerla y escucharla sin teclear. Ese disco que acabé comprando hoy, en el Carrefour —como no se debe comprar la música— de la que compraba paté, detergente y unas pilas. Ese disco en el que Jorge Drexler se ha rebelado contra sí mismo, ese disco que es como el reverso tenebroso del hombre que cantaba que todo es muy simple y ahora afirma que la vida es más compleja de lo que parece, el eco de «Eco», un eco respondón... Y no, no estoy cayendo en la trampa de creer que de los buenos sentimientos no se puede hacer arte, y tampoco comparto —de hecho, me rebelo contra— esa creencia tan extendida de que la tristeza o lo negativo sea más profundo que la alegría, y sigue emocionándome un verso de «Madre Tierra», y las décimas del moro judío, y «La luna de espejos» sigue siendo mi canción favorita suya. Pero «12 segundos de oscuridad» es también una obra maestra, la continuación más inverosímil de «Eco» y, sin embargo, claramente hija de él.

Uno de esos días programando me preguntaba qué pasaba, porque le daba al play en la primera canción y el disco no empezaba. Tuve que subir el volumen para apreciarlo: el disco comienza con un sonido que va creciendo y se va cada 12 segundos. Eso es Arte: hacer visible con sonido la silenciosa luz de un faro. Y justo así comenzó el concierto, pero allí con un haz de luz acompañando al sonido. Hay mucho en esa canción, en ese canto de marinero perdido en la noche cerrada que apenas se abre se vuelve a cerrar. Cuando empezó a tocar toda la banda, supe el significado exacto de la expresión «quitar el aliento»: no podía cerrar la boca pero tampoco podía respirar. Podría decir que era como un niño descubriendo cualquiera de esas maravillas que tópicamente pasman a los niños, pero yo nunca me sentí así de niño, nunca fui tan niño como asistiendo al espectáculo que Drexler y los suyos desplegaban en el Jovellanos.

Todo era perfecto: el sonido, la música y el aspecto visual. A mí «el aspecto visual» de los conciertos me la suda, por decirlo mal pero claro. En cualquier otra ocasión, que estuviera hablando de ello significaría que el concierto cojeaba por donde no puede cojear nunca un concierto: por la música. Este no es el caso, y así todo tengo que destacar los juegos de luces y las imágenes sobre las cuatro pantallas del escenario, lanzadas por Nacho Benedetti, quien se encargaba también de las programaciones de audio.

Yo no quería que fuese así, pero el texto manda sobre mí: debería seguir hablando del éxtasis en el que me encontraba, pero he mencionado las programaciones y tengo que hablar de ellas. A mí me pasa con la música electrónica lo que le pasaba a Jorge «Ilegal» con los pasodobles: que la odio y cuando la escucho me salen granos y lo paso fatal. Y, sin embargo, aquí consiguieron que la amase. Y no es que sea el primer concierto con ruiditos al que asisto: he visto, por ejemplo, a Yann Tiersen o a Gotan Project, pero la banda de Jorge Drexler está a años luz de ellos. Mucho más adelante en el concierto, todavía sin salir de mi asombro pero habiendo recuperado un mínimo de capacidad de raciocinio para intentar entender a lo que estaba asistiendo y no ser sólo puro sentimiento, me llegó la idea como un relámpago de clarividencia: es música ciborg, mitad persona, mitad máquina, tan perfectamente imbricadas ambas partes que forman un solo ser vivo. Dice Drexler en una de sus canciones que la máquina la hace el hombre y es lo que el hombre hace con ella, y aquellos hombres demostraron que se puede transmitir el alma a una máquina, que se puede transmitir el alma a través de una máquina para que llegue a otras almas de complicados simples mortales. Para mí, que amo mi profesión, la Ingeniería Informática (aunque algunos no quieren que sea una profesión, podéis encontrar más información aquí), no porque sea un inadaptado social que encuentra los ceros y los unos más atractivos que las personas, sino porque me asombra lo que se puede hacer con los ordenadores, es un placer ver empleadas las máquinas de esta manera, para llegar más adentro y no para aturdirse, como tanta música de baile que parece sólo compatible con las sustancias psicoactivas, o que parece encorsetada en una rígida estructura repetitiva. En el escenario del Jovellanos, en cambio, Drexler y sus músicos estaban haciendo jazz, el estilo más libre de música, con la informática.

Y eso que tuvieron sus problemas. Primero, a Huma, el guitarrista de los efectos raros, se le estropeó el amplificador. Luego no sé que le pasó a Drexler: un ruido extraño apareció por los altavoces y acabaron apagándolos. Él se sentó al borde del escenario e interpretó «Eco». Fue maravilloso: sólo él y su guitarra, sin micrófonos, en un teatro demasiado grande para que la música llegase a todos los rincones: había que inclinarse, acercarse para recoger las notas, que llegaban como ecos de melodías lejanas... Luego lo intentó también con «Guitarra y voz», pero aquí llegó a ser tan bajo el volumen que la gente empezó a quejarse y volvió a utilizar la amplificación. Más tarde se disculpó, de una manera muy humilde, por haber cometido ese error. A mí me sorprendió: desde mi punto de vista, la gente que se quejó no estaba sabiendo apreciar el momento mágico; Drexler, sin embargo, asumió el error como propio, algo impensable en esta sociedad donde nadie reconoce errores propios ni aún cuando sean flagrantes. No me gustan los héroes, pero es imposible no admirarlo...

Como regalo de disculpa, pidió al público que escogiese una canción. Empezaron a sonar las peticiones, hasta que en un momento de silencio sonó una muy clara: «Algo de los Beatles», y Jorge se marcó, solo y de memoria, un «When I'm Sixty-Four» que demostró que domina el cancionero del pop, igual que domina el brasileño de la bossa y el tropicalismo, e incluso el rock del gran país de habla portuguesa (interpretó más tarde la versión de «Disneylandia» de Arnaldo Antunes), así como el rock de toda la vida cuando dejaba la española y cogía una guitarra de semicaja tipo Epiphone en la que a veces utilizaba efectos psicodélicos. También domina el jazz y emplea técnica de guitarra clásica: tiene toda la música que se ha hecho hasta ahora dentro, y sabe sacarla haciendo algo nuevo, que la lleva más allá, sin que la originalidad esté supeditada a la belleza, ese error tan común.

Volvió toda la banda y siguieron recorriendo un repertorio que constó casi en exclusiva de canciones de los dos últimos discos. Si mi memoria no me falla, lo único que tocaron de entregas anteriores fue «Era», esa canción que durante años me fascinó con su ritmo imposible y al mismo tiempo tan fácil y que está en uno de los discos uruguayos y en el primer disco publicado en España; el candombe «Memoria del cuero», que contó con la participación del técnico de sonido en la percusión, al igual que ocurrió en «Tamborero»; y «El pianista del gueto de Varsovia». Esta canción fue tremenda. Empezó utilizando su pedal de grabación, creando sobre la marcha unos loops con voces que sonaban a grito de sufrimiento, y acompañado sólo por ellas y por el tremendo contrabajo, a veces tocado percutivamente a veces tocado con arco pero siempre de manera magistral, de Miguel Rodrigáñez. Nuevamente llegó la emoción, el Arte, esa cosa tan elusiva.

Es una pena no tener la lista de canciones y poder ir recorriendo el concierto de nuevo paso a paso. Eso también lo pensé nada más acabar: que podría verse entero otra vez, otras veces, fijándose en los miles de detalles perfectamente engranados que ponían en movimiento aquellos músicos. Además de los ya nombrados, estaba el que probablemente más me impresionó: Borja Barrueta a la batería. Era increíble. Manejaba las baquetas, las escobillas, las mazas, incluso los dedos, pero con las baquetas, con las escobillas y con las mazas también conseguía tocar de esa manera que sólo pueden tocar unas manos. Era como si hubiera convertido la batería en una guitarra. O en un cuerpo de mujer: cada vez que entraba en contacto con su superficie, le arrancaba un sonido, muchos que yo nunca había escuchado en una batería. Se me caía tanto la baba que al final la agoté: ya no me podía creer aquello.

Y es que el sonido, aparte de los incidentes indicados al principio, fue perfecto: se oía todo con una nitidez asombrosa, cada detalle de cada instrumento, los matices y los silencios, las programaciones y las cuerdas de tripa, la voz perfecta de Drexler y el sonido grave del bombo reforzado por un bombo exterior.

¡Ah, ya se me va olvidando lo que acabo de vivir! ¡Se me escapa y no quiero que lo haga! ¡Rápido, todavía las canciones que recuerdo! La «Milonga del moro judío», que tocó sin amplificación en el concierto de Oviedo de hace un par de años, como conté aquí, esta vez fue con banda; en el «High and Dry» de Radio Head se quedó solo con las programaciones y volvió la luz del faro, con sus doce segundos de oscuridad, justo cuando yo quería ver los acordes de esa guitarra afinada en re, para comprobar si eran los que había sacado por la tarde, deslumbrado por cómo podía coger una canción ajena y cambiarla y hacerla suya y, al mismo tiempo, no destrozarla y sí dejarla totalmente reconocible; y la «Hermana duda», esa hermana que nos hace medio hermanos a él y a mí; y «Transoceánica» sonando mejor que en el disco; y las gafas que utilizaba para ver la letra sobre el atril y que sacó por primera vez en «La infidelidad en la era de la informática», esa canción donde consigue el más difícil todavía de meter sonidos habituales de los ordenadores dentro de una partitura, mérito por el que creo que también hay que felicitar a Juan Campodónico, el productor y responsable junto con Drexler de ese sonido tan personal que es, para mí, la mejor vanguardia del arte actual, tremendamente complicada desde el punto de vista técnico, que introduce la tecnología en el arte más antiguo que llega desde los mismos negros que fueron llevados a América, un arte, el de Drexler y los suyos, que está al máximo nivel mundial, porque al lado de todo el sonido, están unas letras en las que por fin ha pulido algunos defectos que se notaban en sus primeros discos y ya son perfectas, y consiguen reflejar todas las caras de la realidad, no sólo una como hacía en anteriores entregas.

Hubo dos bises. En el primero acabó con tal vez su canción más conocida y una de las más rítmicas que interpretó, «Todo se transforma». En el segundo tocó «Salvapantallas» (nuevamente, ¡cómo es capaz de hacer poesía con la informática!) y acabaron con «Tamborero», una canción que no me gusta en su versión disco pero que en directo sonó tremenda.

Hace mucho sueño. Llevo dos horas escribiendo. Se me está borrando el recuerdo. Es triste perder la memoria exacta de algo tan hermoso. Es triste saber que hay cosas que tan buenas y que sólo pueden durar un tiempo finito. Ahora volvemos a los 12 segundos de oscuridad. Otro día nos volverá a alumbrar la luz del faro y entonces volverá la magia. Son necesarios esos 12 segundos de oscuridad para apreciar toda su deslumbrante presencia, para que sirva de referencia y nos guíe al buen puerto de la felicidad.

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Por Guillermo Hoardings | Enlace permanente
2:08 a. m. | Comentarios (12)

Los Juke Joints en el Savoy

~ domingo, enero 21, 2007 ~

El jueves tuve la oportunidad de disfrutar de un excelente concierto de blues y rock a cargo de los Juke Joints. Como no me gusta esconder posibles sesgos, hay que decir que dos de los protagonistas eran Dani y Pablo, con los que tengo la suerte de tocar en SaxAttack. Pero aunque no los conociese de nada, hubiera disfrutado del concierto igual. Bueno, tal vez hubiese disfrutado más, porque no habría estado con la cámara grabando y hubiera estado bailando y gritando, que era lo que me apetecía.

Pero no voy a hacer una crónica al uso, mejor os dejo con el resumen que hice en vídeo y vosotros mismos podéis comprobar lo bien que sonaban y lo bien que se lo pasó la gente:



Consultad su página web porque los de Gijón y alrededores tenéis la oportunidad de verles en varias fechas próximas.

El vídeo sirve también de homenaje al Savoy porque gracias a él hay un local con música en directo todos los jueves, viernes y sábados, algo impensable hace años. Por cierto, allí fue donde canté con Quique González y allí Marienbad va a tocar el viernes 9 de febrero a las 10:00 de la noche.

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Por Guillermo Hoardings | Enlace permanente
11:55 p. m. | Comentarios (11)

Sometimes Salvation

~ sábado, enero 20, 2007 ~

Hace un par de días me mandaron una referencia a una transcripción de «Sometimes Salvation». Me puse a intentar tocarla... ¡y no me acordaba de cómo sonaba! Leía la letra y la reconocía, pero no tenía en la cabeza ni el ritmo, ni la melodía, y los acordes no acababan de aclararme nada. Así que esa noche decidí volver a escuchar el disco en el que está incluida, «The Southern Harmony and Musical Companion» de los Black Crowes.

Tardé un rato en encontrarlo entre mi (magra) colección de CDs. Llegué a pensar que se lo había dejado a alguien y no me lo había devuelto. Suelo saber donde tengo cada disco, pero este hacía tanto que no lo ponía que no recordaba dónde estaba. Cuando por fin lo encontré, lo puse en la cadena y la música empezó a surgir por los auriculares, llegó todo el recuerdo de golpe, como un impacto de un cometa que trae de vuelta sentimientos que se llevó en un viaje anterior.

¡Qué grande! ¡Cómo puedo haber estado años sin volver a escucharlo! No sé por donde voy a empezar este panegírico, porque eso va a ser este escrito: un intento de canto de alabanza a lo que, según me ha descubierto la Wikipedia, es en sí mismo un canto de alabanza, porque ese título que tanto me gusta desde siempre, «The Southern Harmony and Musical Companion», es el de un libro de canciones sacras del sur de Estados Unidos del siglo XIX. Debería haberlo adivinado.

Empecemos por las letras entonces. En «Sometimes Salvation» desde el primer verso se practica una poesía cruda que parece anterior a la invención de la electricidad: «To lessen my troubles / I stop hanging out with vultures». Pero lo mejor viene cuando hacen un juego de palabras con uno de esos refranes que aprendí hace años en clase de inglés: «You can lead a horse to water but you can't make it drink», que significa que puedes darle la oportunidad a alguien de aprender o hacer algo, pero no puedes obligarlo a que lo haga. Pero en la versión de los cuervos negros dice: «You can lead a horse to water / but faith is another matter». Ahora interpreto esa frase —porque me da la gana, no porque esté intentando sacar el sentido original— como que para hacer las cosas sólo hay que empezar a hacerlas —como decía el Rey a Alicia: «Empiezas por el principio y llegas hasta el final. Ahí paras»— pero el problema está en creer, en creer en la necesidad de lo que estás haciendo, y en que te puedes forzar a hacer, pero no te puedes forzar a creer. «Pero no te rindas, porque a veces la salvación...».

La canción, en una lectura digamos superficial, habla de una relación interpersonal, no necesariamente amorosa —ese «Sister, do you wanna try and find me» puede ser tomado literalmente como una conversación con una hermana—, un ajuste de cuentas que acaba con un grito de petición de socorro; pero en otro plano se puede interpretar casi como una oración de descreídos. Hay mucho de eso en el disco, en especial esas voces de gospel que acompañan a Chris Robinson.

Y ya tengo que hablar de las voces. Oigo voces, de negras que entonan cantos de misa negra dirigidas por un predicador que en lugar del don de lenguas, recibió del Espíritu Santo el don de hacer cosas imposibles. Porque a mí siempre me han gustado las gargantas rasgadas, como Camarón, Janis Joplin, Van Morrison, Carmen Linares, Rod Stewart, Joe Cocker o Adriana Varela, pero no hay ninguna como la de Chris Robinson. Llevo dos días intentando encontrar palabras para explicarlo... y no lo he conseguido, porque yo no tengo el don de lenguas y tan pronto tropiezo en los tópicos como en la pedantería. ¿Cómo explicar que consigue con esa fuerza tan tremenda transmitir una debilidad tan desarmada? Hay algo rugoso, yo veo una textura granulada que me envuelve cuando lo escucho, siento su tacto, y sin embargo no es, como cabría esperar, áspero, sino cálido y familiar. A lo mejor es justo lo contrario de aquello que cantaban Esclarecidos: «A veces lo más suave escuece». A veces lo que escuece es lo más suave. No lo sé, no lo sé, pero hay inflexiones que son como si tensasen una cuerda del alma... Eso siento al escuchar el grito en mitad del solo de «Sometimes salvation» y el aullido al empezar la estrofa siguiente.

«Aullido», quizás esa sea la palabra clave, porque acabo de descubrir que también sirve perfectamente para describir el sonido de las guitarras. ¡Qué grande, otra vez! Es una cosa increíble: a veces, al escucharlas, visualizo un corte en la onda, un filtro de paso bajo, y ese corte, en lugar de quitar, añade, enriquece de armónicos que arropan y hacen habitable la crueldad del sonido.

Yo suelo decir que estoy viejo para el rock'n'roll porque casi nunca me apetece escuchar música a un volumen excesivo y ya no hay canciones nuevas basadas en distorsión que me gusten. Pero cuando escucho esto es algo distinto: no hace falta poner un volumen brutal para sentir la fuerza, el puñetazo con el que ataca la rítmica por ejemplo de «Black Moon Creeping», y, como ocurre en la voz, a pesar del sonido rasgado, el efecto que produce es el de algo acogedor, cálido. Una cosa similar me ocurre con las canciones de AC/DC y hace unas semanas encontré un vídeo en YouTube que explica el secreto de cómo lo hacen: en lugar de conseguir la distorsión a base de subir la ganancia, lo hacen poniendo a tope el volumen y manteniendo la ganancia muy baja; es decir, saturan en la salida en vez de en la entrada. Yo no entiendo los principios físicos ni los detalles, pero sé que hay pocos discos con el sonido de un «Highway to Hell» o de este de los Black Crowes. Y no es sólo las rítmicas, los solos son también como gritos, auténticos tragos de blues —sí, licores de alta graduación, esa es quizás la metáfora que mejor explica lo que quiero explicar de los sonidos ásperos y suaves a la vez—, como demuestra esa balada de espesa complexión que es «Back Luck Blue Eyes» (y qué letra: «With my winter time [...] Too shy to hold in the rage [...] I know one million ways / To always pick the wrong thing to say [...] Sometimes a memory / Only sees what it wants to believe [...] So out of your mouth a dictionary / spouts about this and that»). Y ahí está el aullido de la voz mezclándose con el aullido de las guitarras y el aullido del Hammond y los golpes sobre las pieles de la batería y el metal neolítico de los platos... George Drakoulias, el productor de apellido griego, merece un altar en el partenón del rock.

He hablado aquí continuamente de esa versión salvaje, desgarrada, distorsionada mediante una primitiva electricidad de válvulas, pero cuando recurren al todavía más primitivo sonido de una guitarra acústica logran resultados de los que me tienen obsesionado años intentando saber cómo pueden hacerlo. Eso me pasó con «Thorn in my Pride»: yo allí, en la antigüedad (el disco es de 1992, ¿cómo han podido pasar 15 años, el tiempo suficiente para que un niño pase de ser un bebé a un adolescente?, ¿por eso los treinta pueden ser una segunda adolescencia?), casi sin saber tocar la guitarra e intentado sacar esos arpegios. Entonces no conocía la existencia de Internet y la maravilla de los tabs, y tampoco que en muchas canciones se utilizan afinaciones alternativas que hacen casi imposible tocarlas con afinación normal. De hecho, me pasó lo mismo con la que puedo considerar mi canción favorita de los Black Crowes, «She Talks to Angels». El caso es que «Thorn in my Pride», con un ligero acompañamiento de congas y una mezcla de guitarras acústicas y eléctricas, se convierte en un medio tiempo para acunarse e irse a dormir: «Lover, cover me with your sleep»...

Y yo ya tengo que irme a dormir. Debo acabar esto que, para variar, me ha quedado muy largo. Pero no he hablado casi nada de trallazos de rock'n'roll como «Hotel Illness», «Sting me», «No Speak No Slave» o «Remedy», ni del extraño ritmo que siempre me deja perplejo de la versión final del «Time Will Tell» de Bob Marley, ni he contado que a pesar de todo lo que me gusta este disco, es el único que tengo de los Black Crowes: el primero me parece también buenísimo y, de hecho, ahí está el «She Talks to Angels» y el «Hard to Handle» que me parece una versión tan increíble que es mejor que la original de Ottis Redding, pero el siguiente no fui capaz de escucharlo más de una vez aunque lo tuve meses encima de la cadena de música, prestado por un amigo, y el resto ni he intentado ni escucharlos. Ni tengo ganas. A veces me pasa eso: hay artistas que tienen discos que me han fascinado tanto que no quiero escuchar más.

Pero mañana por la mañana me levantaré con «My Morning Song», utilizando de despertador esos acordes de guitarra slide que podían ser los de un barco surcando un Mississippi de aguas pantanosas. «If music got to free your mind / Just let it go 'cause you never know, you never know»...

Por Guillermo Hoardings | Enlace permanente
12:55 a. m. | Comentarios (7)

Colina invisible

~ viernes, enero 12, 2007 ~


Este escrito está fechado el 1 de enero de 2005. Ya tenía blog entonces y no sé por qué no lo publiqué. Tal vez porque me quedó sin fuerza. Sin embargo, y aunque no sirve de excusa, la intención era buena: homenajear a un músico que me ha conmovido. Por eso, por el valor del músico y no por el del texto, me parece que es una buena forma de empezar a hablar sobre música en esta nueva casa. Además, el texto está a punto de quedarse obsoleto. Javier ha publicado un disco en solitario, «Si te contara», que todavía no he escuchado pero que seguro que está lleno de buena música.



Le han escuchado miles de personas, millones ya probablemente después del éxito del "Lágrimas negras" de Bebo y Cigala, pero muy pocos saben su nombre. Javier Colina es un músico en la sombra, el artífice de un sonido invisible, que muy pocos aprecian pero que, sin embargo, contribuye a que les llegue al alma eso que escuchan.

Yo no recuerdo cuándo empecé a saber quién era. Probablemente fuera a raíz del primer disco de Juan Perro, "Raíces al viento". Casualmente, es de los discos donde menos me gusta cómo queda su contrabajo: en ese híbrido de música cubana y rock que hizo Santiago Auserón falta algo de fuerza, no sé por qué. Pero simplemente el principio de "La noche de un trago" demuestra la gran clase de Javier Colina.

¡Ah, no!, ahora acabo de recordar dónde me llamó la atención por primera vez: en el maravilloso "Canciones populares antiguas" de Carmen Linares, exactamente en la "Nana de Sevilla", aquella del galapaguito que no tiene madre. El arco de Javier Colina estremece.

Por esa época descubrí también el primer disco en España de Jorge Drexler, "Vaivén", que tuvo la suerte de contar con colaboradores de lujo, entre ellos Javier. Recuerdo en especial el pequeño dibujo que hace solo en "Vouyer", además del acompañamiento a mi canción favorita de Drexler, "La luna de espejos".

Pero no se queda en esos dos discos singulares -sin duda-; también participó en "Coplas de madrugá", esa obra donde Martirio y Chano Domínguez consiguen algo que parecía imposible: que clásicos de la copla parezcan standars de jazz. Si a mí no me dicen que "No me digas que no" es una copla, nunca me lo hubiera imaginado. El walking bass frenético me deja sin respiración y, al mismo tiempo, me da una inyección de energía cada vez que lo escucho.

Con Chano Domínguez colabora Javier habitualmente dentro de su trío, completado con Guillermo McGill. Y precisamente en formato de trío es como funciona la base del exitoso "Lágrimas negras" de Bebo y el Cigala. Al igual que en el disco de Martirio y Chano, no aparece en la portada el nombre de Javier Colina, pero su participación es fundamental. Sólo él podría actuar de unión entre esos dos talentos de latitudes tan lejanas que son Bebo Valdés y Diego el Cigala. Javier Colina ya había tocado todos los palos que en ese disco se unieron felizmente; está claro que su sabiduría no es ajena al éxito de la unión.

Para mí no hay duda: Javier Colina es uno de los mejores músicos españoles, uno de esos músicos que están por encima de fronteras y estilos, un auténtico creador, una voz única y original, uno de los mejores jazzmen actuales, uno de los mejores flamencos, uno de los mejores soneros... Ahí, agazapado, invisible, sigue creando su belleza.

Por Guillermo Hoardings | Enlace permanente
10:57 p. m. | Comentarios (5)

Nos estamos mudando

~ martes, enero 09, 2007 ~

Bienvenidos a la nueva casa de estos «Escritos sobre música». Ha costado traerse los muebles del blog viejo y, de hecho, se ha quedado lo más importante en el viaje: el contenido. Como afortunadamente no me cobran el alquiler, seguirá allí.

He hecho la mudanza para que los amigos que venís a visitar tengáis menos problemas, que no era de recibo teneros allí en las condiciones que estaba. Así que os canto con Kiko...

Esto va marchando,
ven a visitarnos,
no hace falta que ayudes
si quieres venir.

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Por Guillermo Hoardings | Enlace permanente
9:47 p. m. | Comentarios (8)