Taking Madrid
~ miércoles, octubre 14, 2009 ~
Decía Dylan que el tiempo estaba cambiando. Se adelantó a Al Gore. Y, si bien es cierto que un dato no demuestra nada, este fin de semana del puente de Pilar, octubre y supuestamente otoño, parece que le da la razón.
Yo cogí el viernes un Alsa dirección Madrid. El principal fin del viaje era ver a Carlos Chaouen. Pero lo que define los viajes es el trayecto. Por el camino, por ejemplo, decidimos el sábado ir a ver “Taking Woodstock”, la última de Ang Lee, donde demuestra una vez más su capacidad de capturar sentimientos sin sentimentalismos.
Por la noche fuimos a ver a Chaouen en la Joy Eslava. Es la tercera vez que lo veo en un año. Todas las anteriores habían sido él solo acompañado de una guitarra. En esta ocasión llevaba banda y era la oportunidad de comprobar cómo se desenvuelve en grupo.
No sé si agotó las entradas, pero la sala estaba muy llena. Qué contraste con el concierto de hace un par de semanas en Oviedo y en un local mucho más reducido. La hora anunciada era las 9 y no se retrasó demasiado. La primera sorpresa fue que le acompañaba al piano Alejandro Martínez, el triste tigre que tiene carrera en solitario y que tomó un lugar secundario en esta ocasión. No conocía al resto de los acompañantes: un bajista de pelo largo con un instrumento de cinco cuerdas, un batería de pelo corto que tocaba como un heavy y un guitarrista que ídem: ya en el primer solo se marcó un hammering que marcó la tendendica de la noche, llena de sonidos salidos del AOR de los años 80 o algo más heavy, con solos vertiginosos llenos de reverb, baterías épicas, líneas de bajo virgueras con graves en la cuerda de si que formaban una bola con el bombo... Una vez, hace años, me gustó ese estilo de música, pero el veredicto es que prefiero a Chaouen solo y, como me pasa en los discos, desearía otro tipo de arreglos para sus canciones con banda. La culpa no es de ellos: el propio Chaouen, que se acompañó durante casi todo el concierto de una guitarra eléctrica, también hizo sus pinitos de virtuosismo y reverb. El otro día me había dejado impresionado con cómo tocaba no sólo la española sino también la acústica. La eléctrica también la domina, pero en ese estilo excesivo que no me convence.
De hecho, entre lo mejor de la noche fue el par de canciones que hizo con la española acompañado de un cajón. Y tuvo otra compañía variada: una pintora hizo un cuadro durante el concierto. Joaquín Calderón cantó un tema y participó con el violín en otro. Alfredo Fernández, de Le Punk, cantó otro tema. Kutxi, de Marea, compartió Corazón, casi al final de la noche, mostrando pleitesía al maestro: pidió que todos se arrodillasen ante él y dio ejemplo, aunque cuando estaba abajo entre el público estuvo más pendiente de otros asuntos distintos de la música.
La colaboración más sorprende fue la de Auroa Beltrán, en una canción en la que sólo fueron acompañados del piano. Y el momento más emotivo de la noche fue cuando hicieron un homenaje a Antonio Vega interpretando uno de sus clásicos: Lucha de gigantes.
Como es habitual en la Joy, había que acabar pronto, así que Chaouen no se enrolló mucho entre canción y canción. Por mí podría haber prescindido de algunos solos para hacer alguna canción más. Por cierto, que me sorprendió cuando empezó No me canso, porque creo que últimamente no la suele hacer, pero fue sólo un amago: a mitad de la canción paró, se puso un sombrero (y con él, toda la banda), e hizo esa del último que dice: «Ya me he cansé de quitarme el sombrero».
Al día siguiente Madrid seguía con el tiempo de lujo que el meteorólogo de apellido Dylan había anunciado. Uno de los grandes atractivos de la ciudad para este paleto de provincias es la posibilidad de ver cine en versión original, así que fuimos a ver Paris, una película en muchos aspectos muy distinta de la de Ang Lee, pero unida por algo fundamental: es sobre todo una mirada a las vidas reales de estas hormigas que somos los humanos. Otra gran película. Y, además, se podría haber titulado Madrid: los atascos y las vidas son iguales en todas las grandes ciudades y, aunque no sea lo que vende la Consejería de Turismo de Gallardón, la capital española puede ser tan romántica para los amores reales como la francesa...
Al salir nos acercamos al paseo de la Castellana a ver la fiesta de la Casa de América. Estaba anunciado Fito Páez, pero no sabíamos si iba a ser en un escenario al principio de la marcha o al final o si iba a desfilar entre las mujeres con jarrones en la cabeza que podrían haberme hecho reír pero me hicieron llorar: si lo folclórico no me atrae lo más mínimo y me puede parecer incluso ridículo cuando es lo mío y en mi pueblo, no puedo evitar la emoción de sentirme otra hormiga buscando un sentido a esta vida como todos esos que, lejos de donde habían nacido, intentan encontrar su lugar.
Así todo, no somos aficionados a los desfiles folclóricos, así que nos fuimos a tomar un café. Al salir nos estábamos pensando si ir a ver otra de las muchas películas que nos apetecía ver, cuando escuchamos de lejos una música que reconocimos: era Fito. Corrimos por Madrid («detrás de algún... bus») para alcanzar al escenario rodante que llevaba a Fito y su banda (¿Los Burritos Eléctricos, dijo?). Aquello era como en Woodstock: pensábamos que no íbamos a llegar, estábamos cerca, pero el autobús se ponía otra vez en marcha y la multitud nos impedía acercarnos. Al final, acabamos en primera fila, justo enfrente del de Rosario.
No voy a intentar transmitir la experiencia: hay cosas demasiado difíciles para los que no tenemos el talento de un Ang Lee. Hay que vivir algo así para entenderlo: un conjunto de locos siguiendo al autobús, cantando Yo vengo a ofrecer mi corazón, A rodar mi vida, Un vestido y un amor, Las tumbas de la gloria en una emocionante versión al piano... De repente se fue la luz del autobús. Como en Woodstock con sus problemas eléctricos, hubo que detener la actuación. La gente aclamaba a Fito pero aquello parecía que se había acabado: los técnicos intentaban arrancar el generador, se encendía un momento, salía una columna de humo... y se volvía a apagar.
En un arranque (doble sentido intencionado) épico, lo consiguieron. Y siguió la fiesta, y siguieron las carreras, los apretones, y la música sonando con una potencia y una claridad que ya querrían muchos conciertos en locales supuestamente mejores: aquello era de lujo, la banda sonaba empastadísima y Fito, con su camiseta de Let’s Get Lost (otra de las películas que queríamos ver), cantaba como los ángeles, excesivo, enardeciendo a la gente según pasaba. Hubo un momento en que empezó a recitar una lista de países latinoamericanos y la gente iba aclamando, todos, pero más cuando les tocaba el suyo. Cuando gritó el nombre de Argentina, un chaval a mi lado me preguntó, emocionado: «¿Argentino?», yo tuve que responderle: «Español», encogiendo los hombros en un intento vano de explicar que yo creo que cuál sea nuestro hormiguero, en el fondo, importa poco y, en cualquier caso, es algo que no podemos escoger... El sonrió un poco decepcionado. Las hormigas sentimos parecido pero no exactamente igual.
Un poco después de la Cibeles se detuvo el autobús. Ahí sonó, por ejemplo, un Circo Beat que tuvo un interludio magnífico: la banda repetía el riff del Heartbreaker de los Zeppelin mientras Fito gritaba versos como un profeta
inspirado directamente por Dios...
La fiesta acabó en lo más alto. Los madrileños, tanto los de Moratalaz como los de Rosario o Gijón, entramos por el agujero del hormiguero y volvimos a buscar nuestro sitio para descansar después de habernos sentido hormigas reinas por unas horas...
Después de Woodstock, también hubo que volver a casa.
Etiquetas: Carlos Chaouen, Crónicas conciertos, Fito Páez
Por Guillermo Hoardings | Enlace permanente
11:09 p. m.