El arte de lo invisible
~ domingo, agosto 09, 2009 ~
Ayer recordaba brevemente a Ketama y hoy me encuentro con un artículo en El País sobre ellos. No me ha gustado mucho el texto de Juan Cruz: demasiado repetitivo con el asunto de los hermanos, demasiada azúcar sin sustancia. Pero una cosa es verdad: son unos artistas que han hecho una música única, y muy bella.
A principios de los años 80 del siglo pasado demostraron que son músicos de esos que nacen pocos: tienen la esencia de la música más allá de estilos. A mí siempre me han dejado asombrado, cómo mezclan el flamenco con la salsa, el jazz, el pop, la música africana, la clásica y lo que se tercie.
Su primera época, con Sorderita y el malogrado Ray Heredia, no es mi favorita; la última, a partir de De Aki a Ketama, ya no la he seguido. Pero en ese directo de 1995 y en la obra inmediatamente anterior, El arte de lo invisible, me perdí durante muchas noches muchos años.
El arte de lo invisible, sin embargo, tengo entendido que no es considerado de sus mejores obras. Yo no me lo explico. Empezando por Vengo de borrachera y ese bajo maravilloso de Carlen Benavent —otro monstruo, uno de esos músicos que ha creado algo más que una escuela, casi se ha inventado un instrumento, porque su bajo no suena como sonaba el bajo antes de él— en una canción de juerga con un ritmo frenético.
Presentí, con sus arreglos entre clásicos y morunos, no es de mis favoritas: la melodía me parece un poco pobre y la letra demasiado dulzona en ocasiones. Todo tiene su tiempo también tiene una letra con exceso de tópicos, pero el ritmo lo puede todo, todo. Y otro bajista enorme: Marcelo Fuentes. Y es que una de las características de los Ketama es que, como músicos enormes que son, han sabido trabajar con los mejores.
Habichuela en Ronnie Scotts tiene una línea de bajo que muchas veces toco sin darme cuenta: las de las canciones anteriores me son imposibles siquiera aproximarlas; esta —de Victor Merlo, al que no conozco de nada más— es un walking bass más o menos sencillo, aunque por supuesto yo no soy capaz de acercarme a ese swing. La letra, nuevamente, deja mucho que desear; por fortuna, la música cuenta la historia mucho mejor que la propia letra: es el encuentro del flamenco y el jazz más tradicional, las guitarras españolas con la trompeta y el fiscornio de Paco Ibañez —otro monstruo—, la voz flamenca de Antonio Carmona siguiendo armonías estadounidenses.
¿Y qué decir de Que me dehe? Creo que es una de mis canciones favoritas para bailar, junto con las de Jamiroquai y las de Celia Cruz. Y es que si en la canción anterior se juntaban con Estados Unidos, ahora lo hacen con el Caribe. Los arreglos de viento (doblados por la guitarra en otra de esas melodías que me da por tocar de vez en cuando) son impresionantes. Y la parte final, con el juego entre la voz y la guitarra, es antológica. Me encanta cantarlo... ¡Pero qué bueno que suena!
Hay que decirlo: esto es música de baile de altura, con una dificultad técnica muy grande pero sin perder la esencia de lo que debe de ser, música para mover el cuerpo y pasarlo bien.
Leyenda viva son unas bulerías (muy tradicionales... pero con mandola y laud en lugar de guitarra, lo que demuestra lo grandes que son José Miguel y Juan Carmona) que tienen la mejor letra del disco:
Grandes eran mis fatigas,
ay, mu grandes eran, primo, mis fatigas,
que me acuesto boca abajo
y me alevanto boca arriba.
Pionono es una pieza instrumental... Como soy una cateto al que no le gusta la música instrumental, no tengo mucho que decir, salvo que, a pesar de eso, es otra muestra de cómo pueden mezclar flamenco con laudes y metales, el renacimiento con el jazz como si tal cosa.
Creo es una demostración de poderío en los arreglos de cuerdas que fracasa por una letra blanda, cursi, una melodía demasiado moruna para mi gusto y un ritmo lento en exceso.
Demasiado corazón es la versión que mencioné ayer, que empieza con esas flautas brutales de Jorge Pardo. La adaptación al español está bastante lograda, aunque también caen de vez en cuando en ese pecado del exceso de dulzor tópico («Soy de seda y miel»). Creo que sus versiones son muy destacables: son de esas afortunadas que pueden convivir al lado del original, sin disputas, porque son una obra completamente distinta... No lo estoy explicando bien: claramente hay mucho que une la canción original y la versión, pero se separa lo suficiente y es tan buena por sí misma que no caben las comparaciones.
El disco se cierra con Esencia, que tiene primero unas malagueñas en las que participan los padres de las criaturas: Pepe y Juan Habichuela. Alguna vez intenté imitar, sin éxito, el fantástico rasgeo inicial. Los verdiales finales, interpretados por los vástagos a la manera moderna (con el bajo de Marcelo Fuentes siguiendo el estilo creado por Carles Benavent), crean un contraste maravilloso.
Como se ve, no es un disco perfecto, pero tiene unas cuantas obras maestras. El directo que publicaron a continuación es tal vez una obra más uniforme, pero creo que refleja peor esa mezcla de estilos de la que son capaces los Ketama: ahí se fueron más hacia el pop y el y el latin-jazz.
No voy a recorrerlo canción a canción, pero creo que hay que recordar el No estamos lokos (otro ejemplo de música para bailar arreglada con un virtuosismo que probablemente no haya sonado nunca nada igual en Los 40), el Loko (más de lo mismo en la calidad), la influencia brasileña en esa tremenda versión del Flor de lis de Djavan, el Vente pa' Madrid (con Antonio Flores) recuerdo de su rompedor disco con Toumani Diabaté, la belleza con saudade flamenca de Problema y, por supuesto, la colaboración de Antonio Vega. En aquel extraño disco homenaje que se le hizo al madrileño, Ese chico triste y solitario, la versión de Ketama destacaba: cambiaban acordes y creaban una nueva belleza partiendo de la existente.
Cuando en el artículo de Juan Cruz se dice que crearon un estilo, es verdad. Yo dejé de escuchar la música de ese tipo, lo que se llamó «Nuevo Flamenco», pero en aquellos años eran muchos los que los seguían y, en cualquier caso, creo que casi toda la música española aflamencada que pulula por ahí les debe mucho. Por supuesto, la mayoría ni se les acerca: la magia de ese nivel está reservada a unos pocos.
A principios de los años 80 del siglo pasado demostraron que son músicos de esos que nacen pocos: tienen la esencia de la música más allá de estilos. A mí siempre me han dejado asombrado, cómo mezclan el flamenco con la salsa, el jazz, el pop, la música africana, la clásica y lo que se tercie.
Su primera época, con Sorderita y el malogrado Ray Heredia, no es mi favorita; la última, a partir de De Aki a Ketama, ya no la he seguido. Pero en ese directo de 1995 y en la obra inmediatamente anterior, El arte de lo invisible, me perdí durante muchas noches muchos años.
El arte de lo invisible, sin embargo, tengo entendido que no es considerado de sus mejores obras. Yo no me lo explico. Empezando por Vengo de borrachera y ese bajo maravilloso de Carlen Benavent —otro monstruo, uno de esos músicos que ha creado algo más que una escuela, casi se ha inventado un instrumento, porque su bajo no suena como sonaba el bajo antes de él— en una canción de juerga con un ritmo frenético.
Presentí, con sus arreglos entre clásicos y morunos, no es de mis favoritas: la melodía me parece un poco pobre y la letra demasiado dulzona en ocasiones. Todo tiene su tiempo también tiene una letra con exceso de tópicos, pero el ritmo lo puede todo, todo. Y otro bajista enorme: Marcelo Fuentes. Y es que una de las características de los Ketama es que, como músicos enormes que son, han sabido trabajar con los mejores.
Habichuela en Ronnie Scotts tiene una línea de bajo que muchas veces toco sin darme cuenta: las de las canciones anteriores me son imposibles siquiera aproximarlas; esta —de Victor Merlo, al que no conozco de nada más— es un walking bass más o menos sencillo, aunque por supuesto yo no soy capaz de acercarme a ese swing. La letra, nuevamente, deja mucho que desear; por fortuna, la música cuenta la historia mucho mejor que la propia letra: es el encuentro del flamenco y el jazz más tradicional, las guitarras españolas con la trompeta y el fiscornio de Paco Ibañez —otro monstruo—, la voz flamenca de Antonio Carmona siguiendo armonías estadounidenses.
¿Y qué decir de Que me dehe? Creo que es una de mis canciones favoritas para bailar, junto con las de Jamiroquai y las de Celia Cruz. Y es que si en la canción anterior se juntaban con Estados Unidos, ahora lo hacen con el Caribe. Los arreglos de viento (doblados por la guitarra en otra de esas melodías que me da por tocar de vez en cuando) son impresionantes. Y la parte final, con el juego entre la voz y la guitarra, es antológica. Me encanta cantarlo... ¡Pero qué bueno que suena!
Hay que decirlo: esto es música de baile de altura, con una dificultad técnica muy grande pero sin perder la esencia de lo que debe de ser, música para mover el cuerpo y pasarlo bien.
Leyenda viva son unas bulerías (muy tradicionales... pero con mandola y laud en lugar de guitarra, lo que demuestra lo grandes que son José Miguel y Juan Carmona) que tienen la mejor letra del disco:
Grandes eran mis fatigas,
ay, mu grandes eran, primo, mis fatigas,
que me acuesto boca abajo
y me alevanto boca arriba.
Pionono es una pieza instrumental... Como soy una cateto al que no le gusta la música instrumental, no tengo mucho que decir, salvo que, a pesar de eso, es otra muestra de cómo pueden mezclar flamenco con laudes y metales, el renacimiento con el jazz como si tal cosa.
Creo es una demostración de poderío en los arreglos de cuerdas que fracasa por una letra blanda, cursi, una melodía demasiado moruna para mi gusto y un ritmo lento en exceso.
Demasiado corazón es la versión que mencioné ayer, que empieza con esas flautas brutales de Jorge Pardo. La adaptación al español está bastante lograda, aunque también caen de vez en cuando en ese pecado del exceso de dulzor tópico («Soy de seda y miel»). Creo que sus versiones son muy destacables: son de esas afortunadas que pueden convivir al lado del original, sin disputas, porque son una obra completamente distinta... No lo estoy explicando bien: claramente hay mucho que une la canción original y la versión, pero se separa lo suficiente y es tan buena por sí misma que no caben las comparaciones.
El disco se cierra con Esencia, que tiene primero unas malagueñas en las que participan los padres de las criaturas: Pepe y Juan Habichuela. Alguna vez intenté imitar, sin éxito, el fantástico rasgeo inicial. Los verdiales finales, interpretados por los vástagos a la manera moderna (con el bajo de Marcelo Fuentes siguiendo el estilo creado por Carles Benavent), crean un contraste maravilloso.
Como se ve, no es un disco perfecto, pero tiene unas cuantas obras maestras. El directo que publicaron a continuación es tal vez una obra más uniforme, pero creo que refleja peor esa mezcla de estilos de la que son capaces los Ketama: ahí se fueron más hacia el pop y el y el latin-jazz.
No voy a recorrerlo canción a canción, pero creo que hay que recordar el No estamos lokos (otro ejemplo de música para bailar arreglada con un virtuosismo que probablemente no haya sonado nunca nada igual en Los 40), el Loko (más de lo mismo en la calidad), la influencia brasileña en esa tremenda versión del Flor de lis de Djavan, el Vente pa' Madrid (con Antonio Flores) recuerdo de su rompedor disco con Toumani Diabaté, la belleza con saudade flamenca de Problema y, por supuesto, la colaboración de Antonio Vega. En aquel extraño disco homenaje que se le hizo al madrileño, Ese chico triste y solitario, la versión de Ketama destacaba: cambiaban acordes y creaban una nueva belleza partiendo de la existente.
Cuando en el artículo de Juan Cruz se dice que crearon un estilo, es verdad. Yo dejé de escuchar la música de ese tipo, lo que se llamó «Nuevo Flamenco», pero en aquellos años eran muchos los que los seguían y, en cualquier caso, creo que casi toda la música española aflamencada que pulula por ahí les debe mucho. Por supuesto, la mayoría ni se les acerca: la magia de ese nivel está reservada a unos pocos.
Etiquetas: Ketama
Por Guillermo Hoardings | Enlace permanente
5:28 p. m.